Se siente como si eones hubiesen pasado desde el día que te descubrí: una masa de carne blanca, moteada, con su fibra de azabache en lo que llamaríamos el norte, llena de sangre y tejido y más carne por dentro. Esa galaxia de leche orbitada por lunas negras, sus dos iridiscentes pulsares marrones y su nebula cargada de saliva y colmillos y gloriosa lengua.
Y ese sol que se ponía siempre en el sur, toda la furia combinada de sus amaneceres y atardeceres, su cénit y su nadir conflagrándose, y como me invitaba a calcinarme en su interior y penetrarlo hasta lo más profundo de su núcleo, destrozando su corteza sin piedad, desdoblandose y deshaciendose en mi boca.
Como sueño con desvanecer, con que me desintegres y me hagas uno contigo, con que me invites a ser parte de esa maquinaria cuántica que me llevo a estar y a ser. Y es que después de haber probado paraíso, tras haber viajado tantos años luz buscando tu blanco, y tu negro y tu marrón y lo rojo que eres por dentro, ya no hay prisma que me muestre color.
Quiero orbitar, orbitar nada más, orbitar para siempre como un sátelite a los anillos de tu cinto. Orbitar como una de tus pequeñas lunas negras, y que me busques y me encuentres, que me cuentes. Explorar tus agujeros negros, alimentarme de los néctares que emanan de tus pulsares y mutar bajo la ultraviolencia de tus planetas.
Mario Doñé
16 de Enero del año 2012
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